sábado, 15 de septiembre de 2007
UT PORTET NOMEN MEUN (Novela breve en fascículos)
(Entrega 1)
Aquel anochecer de invierno bajé, como tantas otras veces, la escalera de piedra; tirabuzón tenebroso que descendía hacia el sótano. Olor a humedad; telarañas hechas hilos de plata por sortilegio de la vela; ahuecado eco, voz del desparejo calicanto; fresca brisa que parecía huir de la oscuridad en la que me sumergía.
Danzando al compás de mis pasos, la luz cimbreante del candil empujaba las penumbras horadando una caverna de tenues resplandores y huidizas sombras. Mis pies, casi ausentes en la frontera entre lo perceptible y la oscuridad, se volvían cautelosos tentando los peldaños de húmedas piedras desgastadas; mi cuerpo, arqueado por el peso del techo, descendía lentamente, la mano ausente de candil adelantada, ora buscando apoyo en las paredes, ora abriendo brecha en el entramado de telarañas.
Finalmente llegué a mi meta: la escalera se derramó en una estancia de fronteras difusas poblada por un bosque de recias columnas, soporte del techo abovedado. Elevé todo lo que pude el candil, perdiendo la llama su timidez. La cúpula de claridad, en cuyo centro me había convertido, se amplió y, paulatinamente, siempre aprisionados por la red de telarañas, comenzaron a aparecer los habitantes de las penumbras: objetos del culto, utensillos diversos, aperos de labranza, muebles en desuso; restos en desorden abandonados por muchos alguien; caóticos despojos de naufragio en la mar del tiempo, donde, en lugar de peces, curioseaban inquietos ratones de chirriantes cotilleos.
De lo que allí había, nada, o muy poco era mío, aunque la mayoría de los objetos me resultaban conocidos ya fuera porque en alguna oportunidad los había usado para determinadas tareas, o bien por haberlos avistado en otras incursiones a ese reino oscilante entre el pasado y el presente. Siempre que bajaba a ese sótano, otros sótanos venían a mi memoria evocando en mí la dulce nostalgia de tiempos idos; allí me rodeaban los fantasmas queridos de seres o circunstancias rescatados del olvido, invocados como genios de un relato de la Alhambra moruna. Cada objeto desataba un recuerdo que se hacía jalón en el camino de mi vida, o bien traía hasta el presente a seres entrañables ya ausentes. A unos los había conocido personalmente, a otros sólo por relatos; ¿podría haber algunos que sólo existieran modelados por mi imaginación en el alfahar del tiempo?... Muchas veces he pensado que sí; probablemente mi mente los había creado algún día, y de tanto evocarlos se habían abierto paso en el universo de lo vivido, ocupando finalmente un sitial entre mis realidades.
No estoy seguro de lo que acabo de decir, lo que tampoco me preocupa demasiado; sólo me regodeo habitando esta hornacina de penumbra socavada en el tiempo y las tinieblas. Cada vez que, llevado por mis responsabilidades, recalaba en la ciudad, encontraba una excusa para descender a lo que habitualmente llamo “mi sótano”, pero que en realidad no es tal, sino el primer eslabón de una infinita sucesión de criptas amplias y angostos pasadizos separados por rejas de gruesos cerrojos, chillantes goznes y pesadas llaves, primer eslabón de un largo túnel que se desdobla y entrecruza tejiendo la malla que repta bajo la villa; en ese, “mi túnel”, dejo al espíritu revolotear libre en el mundo fantástico donde se amalgama la realidad con los sueños.
Y por eso, cada vez que me zambullo blandón en mano en búsqueda de algo, por acuciado que estuviera por la prisa, siempre demoro horas en hallarlo, deteniéndome la más de las veces en la contemplación de objetos ajenos a aquel cuya necesidad me apremia. Esta vez eran “Las epístolas morales” de Séneca, obra en la que a menudo busco inspiración cuando de escribir algo importante se trata; no la había encontrado en la biblioteca, y algo me decía que otro ejemplar estaba aquí abajo, arrumbado en este reino de la magia, el desorden, la diversidad, y el tiempo ido. (Continuará- Las entregas se harán los miércoles y sábado)
Alfonso Sevilla
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