viernes, 21 de septiembre de 2007

UT PORTET NOMEN MEUN (Novela breve en fascículos)


Entrega 2
Busqué casi a tientas el candelabro que sabía adormilado sobre la mesa donde solía trabajar, y lo encendí espantando algo más las penumbras. Invocados por el nuevo halo de claridad aparecieron otros habitantes de la cripta hermanados por el polvo y las telarañas que cubrían la vieja escribanía de plata burilada por manos de la Tierra Nueva, eterna habitante del algarrobo hecho mesa, de donde, para mi sorpresa, había desaparecido la pluma de ganso.
-Tal vez sirvió de alimentos a los ratones- dije en voz alta que se ahuecó en las concavidades del eco, y mi alma, formada en las sabias enseñanzas de San Francisco, vibró regocijada.
La ausencia de la pluma enhebró lo que quizás fuera la primera cuenta del consabido rosario de disquisiciones que ya comenzaba a tomar cuerpo; conjurados por el túnel aparecieron sus silentes habitantes danzando voluptuosos entretejidos de oscuridades y resplandores de las velas, haciendo del acre olor a encierro y humedad el son que entretejía esa caravana, la eterna y buscada caravana de recuerdos: ideas, imágenes... y esta vez parecía que a las consideraciones teológicas les había tocado ir en punta, quizás evocadas por la mención de mi patrono, San Francisco. Séneca... ¿porqué siempre buscaba inspiración en un pagano, para más tutor de quién fuera el Nerón concupiscente y cruel, yo que por mi posición dentro de la Iglesia no podía permitirme caer en error, como cualquier ignorante labrador?... ¡No lo sé!... quizás porque necesitaba afirmarme en el pensamiento profundo y unívoco de un varón virtuoso, sin importarme la religión que lo cobijara, ni quién hubiera sido su pupilo...
-Nunca lo convenceré al P. Juan Darío- dije en alta voz mientras retiraba folios y más folios del cofre donde buscaba el volumen perdido, al ver aparecer la figura de mi confesor lentamente encendida en mi mundo interior.
-¡No olvide que Séneca, en el momento de su muerte, se encomendó a Júpiter Liberador!- resonó en mis oídos la admonición del religioso que, preocupado por mi afición al gran filósofo y moralista, se había convertido en un exégeta de su obra, buscando cargarse de argumentos para apartarme de la desviación en la que me veía a punto de caer.
No estaba Séneca en ese cofre, y tampoco en los otros tres que pesquisé. Atisbé en diversas direcciones, alcé el candelabro ampliando el globo de claridad en el que me encontraba, y me dirigí hacia una barricada de trastos que dormitaban recostados contra una de las paredes de redondas piedras, y allí, agazapada en la penumbra, divisé una biblioteca abarrotada de libros.
-¡Allá debe estar!- pensé, mientras abría brecha en el desorden que se interponía en mi camino y coloqué el candelabro sobre una saliente de la irregular pared, laja que pese a su aparente solidez escapó de su alvéolo y cayó al suelo con gran estruendo arrastrando tras de si el blandón. Si no hubiera sido por el candil olvidado sobre la mesa me habría quedado en la más absoluta oscuridad y no en la penumbra en la que me hallaba, enturbiada aún más por la carencia de mis gafas venecianas que, aprovechando la confusión, huyeron de mi nariz. Retorné a la mesa guiado por el faro del candil, encontré el candelabro, acomodé las maltrechas velas en sus cunas y las encendí, buscando a tientas mis cristales. Con las velas encendidas y las gafas cabalgando nuevamente frente a mis ojos desapareció el tul que cubría las formas, retornando la nitidez a los anaqueles y yo a mi búsqueda entre sus libros: “La Iliada”; Séneca por fin... pero lamentablemente se trataba de “Tratados filosóficos”; “Los doce Césares”, de Suetonio; “Los anales”, de Tácito; “Los nueve libros de la Historia”, de Herodoto; “Oraciones”, de Demóstenes. ¡Que lástima!- pensé- ¡tan buenos libros desperdiciados aquí abajo! ¿Será posible que no estén las “Epístolas morales”? (Continuará- Las entregas se harán los jueves y domingos)
Alfonso Sevilla

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