sábado, 16 de mayo de 2009

LOS DIBUJITOS SON COSA SERIA


La Nación, ADNcultura, Buenos Aires, Argentina, 16May09
El cine de animación está revolucionando el séptimo arte. Formados en el under y en el cómic, y con la independencia que dan las nuevas tecnologías, los realizadores desafían la estética Disney y hasta incursionan en la denuncia política. Ya no hay tema ajeno a la animación, que dejó de ser juego de niños para transformarse en asunto de grandes
Por Leonardo Tarifeño
De la Redacción de LA NACION

La mayor estrella del cine actual no es Angelina Jolie, ni su marido o ex marido Brad Pitt, ni mucho menos Matt Damon o Julia Roberts: es la animación. En los últimos diez años, este singularísimo "personaje" ha sido capaz de recaudar más de 500 millones de dólares por película ( Wall-e , las series La era del hielo , Ratatouille , Toy Story y Shrek ), compartió la pantalla con peces y grandes actores taquilleros (de Buscando a Nemo a Sin City ), recreó batallas míticas, leyendas y clásicos de la literatura universal ( 300 , Beowulf y Donkey Xote ) y hasta se involucró con proyectos independientes en los que no ha faltado la crítica política ( Waltz with Bashir , Persépolis ). La Academia de Hollywood creó una categoría especial para distinguir sus logros, su presencia recorre por igual los estudios de Estados Unidos, Japón, Francia, España e Israel, y en definitiva constituye la revolución más profunda y poderosa en la industria del cine contemporáneo. Además, su impacto no se limita al negocio de la pantalla grande. Con clásicos futuros como Wall-E , Toy Story , El extraño mundo de Jack , Ratatouille , El cadáver de la novia y Buscando a Nemo , entre otros, el cine de animación se disfraza de cuento infantil para presentar un arte cada día más complejo, cuyos distintos niveles de lectura emparentan sus obras con aquellas otras, en apariencia también para niños, que forman parte de la memoria cultural de la humanidad, como Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll, Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift, y El Mago de Oz , de L. Frank Baum.

Hace tiempo que la animación cinematográfica ha dejado de ser una mera herramienta técnica para directores osados; hoy es un auténtico lenguaje audiovisual diversificado, maduro y en expansión permanente, el mejor pasaporte hacia la irreverencia que articula justo aquello que a otras formas artísticas les cuesta expresar. En esa línea, un ejemplo incontrastable lo representa El viaje de Chihiro (2001), del pionero japonés Hiyao Miyazaki, que en términos de narrativa "infantil" parece todo menos un cuento para niños. En un incierto lugar entre el sueño y la fantasía, la protagonista de la película -una niña de diez años- ve cómo sus padres se convierten en cerdos, recibe la visita de dioses ambiguos y descubre que la mudanza familiar está llena de miedos, pruebas y sinsabores. Ganadora del Oscar y del Globo de Oro a la mejor película animada en 2002, El viaje de Chihiro es una dolorosa y surreal metáfora sobre los recelos que inspiran los grandes cambios personales, la soledad de los niños en el mundo y los fantasmas que pueblan su inquietante imaginación. Pocos relatos, cinematográficos o no, dan en el corazón del lado oscuro de los niños como esta película, que en Japón desplazó a Titanic como el film más taquillero en el año de su estreno.



Por su parte, y más allá de la narrativa de acento infantil, el israelí Ari Folman demuestra la adultez del cine animado en la dramática Waltz with Bashir (2008, Globo de Oro y César al mejor film extranjero, estrenada en la Argentina durante el último Bafici), en la que cuenta su propia historia como soldado del ejército de su país durante los amargos tiempos de la matanza en los campos de refugiados de Sabra y Chatila. Dentro del insólito género de la "animación documental", Folman se dibuja a sí mismo para indagar en recuerdos que su memoria se ha encargado de borrar. La película narra la investigación con la que el protagonista pretende recuperar un pasado esquivo y negado, donde la complicidad con el crimen asoma en cada cuadro y amenaza con transformar al dibujo en el inestable retrato de una pesadilla recurrente. Al final de la película, cuando Folman se ve en el espejo de su lejana pero cierta participación en el delito ajeno, el virtuosismo animado se evapora y presenta la vida tal cual es. Las imágenes originales de los cuerpos masacrados se cruzan con las de los gritos familiares, el horror abandona el blanco y negro y se calza el lenguaje de lo que, por lo que sugiere la película, no se puede dibujar. Aquí, la animación es la tierra de los recuerdos que vienen y van, el escenario del hombre desesperado que investiga y lucha contra las trampas de la amnesia; la realidad, en cambio, es el mapa imposible de representar, el golpe bajo inesperado con el que la Historia siempre gana en el último minuto del último round. Esa sutil combinación entre dibujo y realidad evoca la asimetría entre la memoria y el pasado, y la elección estética en favor de un subgénero inexistente hasta entonces sugiere que el lenguaje tecnológico reserva todo tipo de sorpresas. Porque si la animación por computadora ha sido capaz de crear un documental, ¿qué otro género inventará en el futuro inminente?
Cumbre de una animación realista y estilizada, que además está al servicio de una historia feroz y, ahora, inimaginable en otros términos narrativos, Waltz with Bashir define los rasgos y puntos de partida de la "animación documental", algo que para Folman estuvo claro desde los orígenes del proyecto. "Hacía varios años que tenía la idea, pero rodar la película con imágenes ?reales´ no me convencía -dijo tras obtener el Globo de Oro-. ¿Qué habría sacado? Un hombre de cuarenta años entrevistado sobre fondo negro, contando historias de hace 25 años, sin una sola imagen de archivo para ilustrar sus palabras. Habría sido un aburrimiento. Por eso la animación me pareció la única solución, porque concede una gran libertad imaginativa. La guerra es muy irreal, la memoria es muy ladina, lo mejor era hacer ese viaje con la ayuda de buenos diseñadores." Emparentada con Waltz with Bashir por la opción estética que la construye y la crítica política que enarbola, Persépolis (2007), de Vincent Paronnaud, traslada al cine el mundo del cómic homónimo y autobiográfico de la iraní Marjane Satrapi. Originalmente una historieta repleta de sutilezas e interrogantes, Persépolis pone la lupa en la infancia, adolescencia y juventud de Marjane, quien durante esos años asiste a la caída del régimen impuesto por el Sha, vive en carne propia el surgimiento de la república islámica y luego, en un raro exilio estimulado por su familia, enfrenta el prejuicio y la desinformación con los que Occidente observa la cultura de su país. Como en Waltz with Bashir , Persépolis utiliza el dibujo para bosquejar las vivencias personales, y el resultado es una autobiografía animada tan encantadora como brutal. Lo que fuera de la animación habría sido, muy probablemente, un drama sobre las incomprensiones culturales, en la versión cinematográfica del dibujo de Satrapi se convierte en una personalísima cicatriz de la memoria, el íntimo y dulce registro de dos revoluciones: la iraní y la del propio crecimiento. El dibujo del cómic y la animación de la película transforman la historia individual en un mágico cuento clandestino para niñas con burka. "La fantasía, si es del todo convincente, no puede quedar anticuada por la mera razón de que representa un salto a una dimensión que trasciende el tiempo" señaló Walt Disney alguna vez. A mitad de camino entre la fantasía y la realidad, Persépolis no niega su época y elige nutrirse de esas contradicciones. Curiosamente, ese gesto -que a Disney no le hubiera gustado en absoluto- parece abrirle las puertas del palacio secreto en el que viven los clásicos.

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